Maldad

 

Maldad

Si nosotros somos Dios, también somos el diablo?. Dentro de nuestro ser reside la capacidad de crear todo lo que imaginamos, pero también de generar maldad. Los principales catalizadores de esta corrupción suelen ser el poder y el dinero. En la búsqueda de ellos, podemos caer en métodos que no solo nos dañan a nosotros mismos, sino también a los demás. Y una vez alcanzada la cima, la corrupción puede volverse una necesidad: para mantenerse en la posición conquistada, muchos recurren a las mismas estrategias que los llevaron allí. Como dice el dicho: "Dale poder o dinero a una persona y conocerás su verdadera integridad".

Dentro del templo de nuestro cuerpo, hay una lucha constante entre el bien y el mal. Es una elección diaria, una tensión entre dos fuerzas opuestas pero complementarias. Nuestra sombra interna, ese lado oscuro de la psique, ¿necesita ser descargado o, más bien, encontrar la paz? Todo depende de cómo lo percibamos y de qué significado le demos.



Las experiencias de la vida nos llevan, muchas veces, a endurecernos. En un intento de protección, adoptamos energías que no nos corresponden, métodos de defensa que nos alejan de nuestro ser más auténtico. Nos volvemos opacos, envueltos en una niebla que nubla nuestra esencia. Pero, si esa oscuridad fuera en realidad una vía para revelar nuestra propia luz, ¿no tendría un propósito? Si solo podemos comprender la claridad en contraste con la sombra, ¿no sería el mal un espejo necesario para nuestra evolución?

No somos completamente luz ni completamente oscuridad. Si aprender de nuestra sombra nos ayudara a trascender, a iluminar los pasadizos internos que tememos por el juicio social, ¿no sería más fácil hacer el bien?

Si no existiera el castigo social, ¿qué pasaría? ¿Andaríamos por la vida dañando a otros sin conciencia? Quizá ese miedo a la represalia es un mecanismo del universo para empujarnos a la reflexión, para obligarnos a encontrar alternativas al sufrimiento. Sin embargo, el castigo y la culpa han sido utilizados históricamente como herramientas de opresión, como guillotinas que cercenan libertades y moldean conductas a conveniencia de quienes imponen las reglas. No hablo solo del mal, sino también de aquellas pulsiones internas que reprimimos, de los deseos que nos han dicho que no podemos tener y que nos alejan de nuestra propia esencia.

Las religiones han jugado un papel clave en esta narrativa, estableciendo un rígido sistema de castigo y recompensa que ha moldeado sociedades durante generaciones. Paradójicamente, muchas veces han sido precisamente sus instituciones las que han infligido el mayor daño. Es como si proyectaran su propia sombra sobre la humanidad, atribuyéndole a un ente externo la capacidad de juzgar y castigar.

Pero, ¿qué pasaría si estuviéramos completamente solos, sin testigos ni consecuencias? ¿Nos entregaríamos sin freno a nuestros impulsos más oscuros, dejando de lado la bondad y la empatía? ¿Seríamos capaces de dejarnos llevar por el egoísmo para obtener lo que creemos necesitar, movidos por la prisa de ganarle al tiempo?

Y en aquellos que actúan desde la oscuridad, ¿hay solo maldad o también algo de bien? ¿Son siempre conscientes del daño que causan, o simplemente ignoran las repercusiones de sus actos? La falta de empatía es, en muchos casos, una cuestión de desconocimiento. Si existiera una forma de hacerlos conscientes de las consecuencias de sus acciones, si pudieran ver el impacto real del mal que generan, si comprendieran que hay otras formas de actuar en el mundo… ¿elegirían el bien?

Lo que planteas toca un punto clave en la naturaleza humana: la violencia como una energía latente, una herramienta evolutiva que, según las circunstancias, puede activarse para la protección, la supervivencia o incluso la autodestrucción. Si todos poseemos una semilla de maldad pero no somos conscientes de ella, el peligro radica en la ilusión de pureza. Creer que somos inherentemente buenos nos hace ciegos a nuestras propias sombras, lo que puede llevarnos a proyectar esa oscuridad en los demás, a juzgar sin comprender, a reprimir sin transformar. El verdadero peligro no está en reconocer nuestra capacidad de hacer daño, sino en ignorarla. La violencia reprimida busca salidas: en la ira contenida, en la manipulación, en la autoagresión. Sin conciencia, se convierte en un enemigo invisible que nos mueve sin que lo notemos.La violencia no es un accidente en la naturaleza humana, sino una de sus fuerzas primarias. En el fondo, todos somos guerreros en espera, no necesariamente de una batalla física, sino de un enfrentamiento con el mundo, con nosotros mismos, con aquello que se interpone entre nuestro ser y nuestro deseo. No se trata de si la violencia existe en nosotros, sino de cómo la equilibramos, de qué forma la dirigimos, de qué manera la transmutamos. Como la energía que fluye en todas las cosas, la violencia busca salida. Se expresa en el arte de la estrategia, en la competitividad, en la ambición, en el ejercicio, en la lucha por el poder, en la defensa de nuestros ideales. Pero cuando se nos impone una amenaza, cuando el peligro—real o imaginario—se cierne sobre nosotros, entonces esta fuerza latente se desata, recordándonos que su propósito original era la supervivencia. La pregunta esencial no es si la violencia es justa o injusta, sino si somos conscientes de su presencia en nosotros. ¿Qué ocurre si todos llevamos una sombra de agresión, de maldad, de impulso destructor, pero nos negamos a verla? La inconsciencia no la anula; la reprime, la oculta bajo justificaciones morales o se proyecta en los demás. Creemos que el mal es externo porque no queremos aceptar que es una posibilidad dentro de nosotros


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